Electra by Jennifer Saint

Electra by Jennifer Saint

autor:Jennifer Saint [Saint, Jennifer]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Histórico
editor: ePubLibre
publicado: 2022-04-26T00:00:00+00:00


18

Clitemnestra

—Continúa. —Me incliné con tantas ganas que estuve a punto de derramar el vino de mi copa.

Él me miró un tanto aprensivo. Era un joven enjuto, tenso e inseguro, aunque parecía que me traía buenas noticias. Su rostro preocupado se volvió hacia Egisto, que estaba a mi lado; Egisto, cuyos hombros estrechos no llenaban el respaldo amplio de su enorme silla monstruosamente dorada. Se me ocurrió que era eso lo que ponía tan nervioso al mensajero, que estaba proporcionando novedades sobre los triunfos de los griegos en Troya a un hombre sentado en el trono de Agamenón.

—Dicen que Aquiles luchó como un hombre poseído —prosiguió, tropezando con las palabras. Asentí, animándolo a hablar—. Él… se abrió paso entre las filas troyanas como un fuego que ardiera en el bosque en el verano más seco.

—Dime a quién mató —le pedí.

—Era más un león que un hombre…

—Sí, ardía como un fuego y rugía como un león, pero cuéntame lo que hizo.

—Héctor portaba la armadura de Aquiles, que había robado del cuerpo de Patroclo, pero Aquiles llevaba una armadura más magnífica que ninguna otra que se hubiera visto antes, seguramente un regalo de su madre inmortal y digna de la artesanía del propio Hefesto. —El joven se calló al atisbar la irritación en mi rostro—. Los troyanos estaban aterrados, reina Clitemnestra, y huyeron ante su furia. Pero él los persiguió sin descanso.

Saboreé un largo trago de vino.

—Una y otra vez arrojó la espada, ensartando a los hombres mientras corrían. Saltó de su propio carro para echar a los guerreros de los suyos, y si estos se arrodillaban y suplicaban por sus vidas, él no mostraba compasión. Les atravesaba los cuerpos, hundía la espada en los hígados, les cortaba las cabezas, y hacía que los caballos los pisotearan hasta que su cuadriga quedó decorada con la sangre que salpicaba debajo de las ruedas y de los cascos de los animales. —Estaba animándose al darse cuenta de que esa descripción era justo lo que yo deseaba escuchar—. Persiguió a los troyanos hasta la misma orilla del río Janto, y allí tiñó el agua de rojo con su sangre. Solo dejó a doce hombres con vida…

—Y eso, ¿por qué? —preguntó Egisto. Vi que también él estaba embelesado con la historia, aunque noté que se removía un poco en el trono. No compartía mi deleite.

—Juró rajarles las gargantas en la pira funeraria de Patroclo. Pero no quemaría el cuerpo de su adorado amigo hasta que se vengara con la muerte de Héctor.

—¿Dónde estaba Héctor? —pregunté.

—Aquiles no lo halló entre la multitud de la batalla, pero mató a cada hombre que encontró en su búsqueda. Otros hijos de Príamo murieron a sus pies y el río estaba repleto de cadáveres. Tal fue su ferocidad y su sed de sangre que se habría enfrentado al mismísimo Apolo él solo. Superados, los troyanos corrieron a la ciudad; el ejército buscaba desesperadamente el refugio de sus muros antes de que Aquiles los asesinara a todos.

Me acomodé en los cojines y bebí vino.



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